Escondido en las lophelias se encuentra un bioluminescente pez triste

Para Fana.

Mi hermana y yo siempre habíamos vivido en la misma casa, la heredamos de mi madre, mi madre la heredó de su madre y así sucesivamente hasta llegar a la abuela viuda que dejó que la campanilla creciera mucho para ahuyentar a su familia supersticiosa. Nací bajo la bóveda celeste y el calor de un sol citrino que formaba túneles en mi cuerpo. Recuerdo cientos de pequeñas y delicadas hojas verdes como el jade, llenas de infinitas venas transitando por todo el bosque, venas iguales a las de mis párpados y los párpados de mi madre que ahora yace debajo de la misma tierra que me vio nacer, inmóvil ante la lluvia de flores de sauco blancas y diminutas que cubren su cuerpo de la misma forma que los copos de nieve cubren una montaña en invierno.

Nos dijeron monstruos y tal vez sea, porque en realidad lo somos. Un producto inocuo de la relación entre mi madre y el bosque, entre su vitalidad y la energía que emanaba de los árboles. Ellos dicen que nuestra existencia supone una amenaza, una fuerza oculta y perseguida desde hace cientos de años por aquellos que temían al poder de mi madre y de otras como ella. Cuando llegaron, huimos por el bosque sin cargar nada más que lo que traíamos puesto. Vimos arder nuestra casa, al humo y el fuego subir hasta las estrellas y a la ceniza encendida extinguirse igual al resplandor de las luciérnagas cuando están a punto de morir. Esa misma noche descubrí que mi hermana había escondido el escarabajo de mi madre entre sus manos, el oro y las piedras pegadas a su cuerpo nos compraron una vida nueva cerca del mar, el bicho desnudo y libre decidió quedarse con nosotras varios años y su presencia nos ayudó a extrañar menos nuestro hogar.

Nos mimetizamos, trabajamos y reímos. Con el tiempo, la gente olvidó lo que éramos hasta que eventualmente, nosotras también lo hicimos. El mar era muy diferente al bosque y la vida en la ciudad, llena de luces, de bullicio y de salitre se iba rápido. Vivimos en paz por décadas hasta que empecé a escuchar en el rumor del mar algo parecido a las voces del pasado y un día, sentada en el borde del balcón viendo luces en los edificios, se despertó en mí algo negado y antiguo que tuve que esconder de mi hermana para que no despertara en ella nunca.

Todas las noches un rugido, un fuerte dolor en el pecho, un resplandor en los ojos que evitaba mirar en el espejo pero que relucía brillante debajo de los parpados. Y el fuego, el fuego monstruoso que emanaba desde algún lugar de mis entrañas y que palpitaba por mis venas hasta nublar por completo mi cerebro. Tenía el tiempo exacto para encerrarme en mi cuarto, para inventar excusas y despedirme de ella por si en algún momento mi cuerpo cedía y enloquecía o por si el dolor que trastornaba mi mente me hacía saltar por la ventana. Siempre tuve miedo que pasara, que un día saltara y tuvieran que limpiarme del asfalto; que mi hermana llorara por quedarse sola, y que no pudieran enterrarme con nuestro escarabajo ni con mi madre bajo el sauco. Pero después de unas horas el dolor cedía, y la mañana traía el cereal, las risas, la música del mar, el cosquilleo del sol que me hacía olvidar de nuevo lo que éramos y que me permitía jugar a ser una mujer normal llena de vitalidad y de belleza, una belleza inútil porque, de todos modos, los hombres nos tenían miedo, como a las flores carnívoras que sólo observas cuando están dormidas. Pero yo no dormía. Y mi hermana sospechaba, pero guardaba silencio.

Es muy difícil para mí contar lo que sucedió después, porque no lo recuerdo, porque esta carta está escrita a través de mi memoria fragmentada, porque todo lo que está aquí puede ser invento mío y tal vez yo sea un pez con sueños extraños o el paciente más raro del psiquiátrico. Pero escribo porque siento, porque la muerte no me permite el descanso y porque hice lo necesario para borrar de mí el recuerdo de esa noche, hasta ahora, que encontré la única foto que mi hermana y yo teníamos, guardada en una caja de metal que huele a galletas y a flores. La noche que ella entró al cuarto y vio el resplandor saliendo de mis ojos vacíos, la boca que emitía un gruñido siniestro y el cuerpo torcido y quebrado pero capaz de moverse de un lado a otro, de arriba abajo como si fuera una marioneta a la que la guiaba un titiritero perverso. El grito. (Su grito), alertó mi mente, pero mi cuerpo siguió su curso, andando y girando de una manera monstruosa, directo a ella, con las manos abiertas como si fueran tenazas. No pudo huir, la impresión no la dejó, el recuerdo también emanó de su vientre y la luz eterna escondida en su ácido desoxirribonucleico empezó a brillar ligeramente.

Entonces lo entendí, supe qué hacer y con toda la fuerza que pude, tomé mis propias manos y las dirigí de su cara hacia mi vientre, abriendo piel, grasa, músculo y vísceras para sacar esa cosa que me había estado torturando por años. La tomé entre mis manos, parecía un pez inerte, luminoso, inmóvil, con dos ojos en cada costado llenos de pequeñas protuberancias que parecían huevecillos horribles. Palpitaba, estaba vivo. Pero mi fuerza se apagaba y me desmayé justo antes de ver a mi hermana huir de la casa, huir de nuevo sólo con lo que traía puesto y los ojos cristalinos, brillantes, llenos de lágrimas luminosas que dejaron un rastro perenne en el piso. Cuando desperté noté con desagrado que mi cuerpo herido y quebrado estaba vivo, y que mi mente ya podía controlarlo de nuevo. Después sané, y más tarde, cuando tuve la fuerza necesaria para deshacerme de esa cosa palpitante, no pude hacerlo. Fuera de mí se veía tan indefensa y frágil que la terminé tirando al mar, se despidió de mí con un último brillo que en el agua y con los colores del coral la hizo parecer hermosa.

Karla Adalhí, Octubre 2022

Publicado originalmente en la revista Rueda de Mujeres para la convocatoria de horror doméstico. Noviembre del 2022.

https://sites.google.com/view/cuentosdehorrordomestico/escondido-en-las-lophelias

Déjà Vu

El universo es una célula en tu piel

 que quiero guardar en el bolsillo

 y todas las estrellas y colores

caben en mi frasco de piedra más preciado

.

Así las partículas del tiempo

que son más bien polvo de insectos espaciales

van regresando al día en que guardé al universo en mi bolsillo

.

Una estela de luz queda detrás del recuerdo ya vivido

y se vuelve sonido confuso en la marea profunda del espacio

Donde seres antiguos recogen

los pedazos de la explosión ancestral

que creó la célula brillante

que escapó mil veces del bolsillo.

.

Karla Adalhí

Texto traducido al tzotzil para el video musical de OSTEL /Déjà Vu

Marzo, 2021

Monstruo de fuego

Mi corazón es un monstruo de fuego

y a veces lo dejo jugar con niños

para que le acaricien el pliegue de los ojos,

es un monstruo nocturno que ama la luz de las mañanas

que llora con los gestos nobles y la comida cálida.

.

El mundo es un titán de acero

Frío, gigante y despiadado

Que aplasta los castillos de arena

Dejados a la orilla de las playas

.

El monstruo de fuego y el titán de acero

no son amigos,

pero viven en la misma casa

la heredaron de la abuela solitaria

a la que le crecía salvia de las manos

.

El bonsái les enseñó a crecer

sin la necesidad de echar raíces

Y aprendieron del río

la cualidad del silencio

y del rugido.

.

Karla Adalhí

Ilustración por Banjo Savant (Benjamín Lozada)

2021

Estero

Son las hojas de los árboles

esteros que se alzan en mi mente como sombras,

donde danzan luciérnagas que son hadas

pero también bolas de fuego

que iluminan mi casa que está hecha

de barro y lluvia

De luz y niebla

.

Arde el incendio ancestral luego

e Inunda el centro de mi alma

y se esparce devorando

los esteros que son hojas de los árboles

mientras sombra y luz

se convierte en la niebla noble

en la que nado

.

Así, atrás queda la noche

y las miles de explosiones espaciales

que lentamente van cubriendo con estrellas

mi casa de fuego y agua

donde la ceniza se vuelve tierra fértil

De la que brotan mariposas.

.

Karla Adalhí. Diciembre, 2020

Imagen: Florero delante de la ventana, Marc Chagall, 1959.

Dino

Con la llegada de la última cosecha del año, llegó también el frío de noviembre. En la noche con el temporal, pude escuchar a los árboles quejarse y las ventanas crujir, pero por la mañana, el sol estaba dorado por lo que pude lavar mi ropa y verla secarse mientras me tomaba una taza de chocolate. El viento movía un vestidito particularmente lindo y de algún modo, parecía que un fantasma estaba bailando.

El olor del suavizante, el viento fresco, el cosquilleo del sol en la nuca me hizo recordar la última vez que pasé una tarde lavando en casa de mis papás, ese día salí descalza al jardín y Dino me acompañó mientras colgaba la ropa y se acostó conmigo en el pasto mientras esperábamos a que se secara. Dino era mi amigo y mi perro. Llegó a mí un domingo de octubre cuando yo todavía no cumplía dieciséis años. El veterinario que lo trajo a casa era un hombre robusto de manos muy grandes y con ellas sostenía cuatro perritos dorados. Yo sólo vi a Dino. Sus ojos cafés me miraron, lo cargué, me lamió y ya no se fue de la casa.

Recuerdo haber gastado todos mis ahorros ese mes para comprarle un disfraz de calabaza, también recuerdo que era muy pequeño y que daba pasos grandes y lentos, como lo hacen los perros cuando se acostumbran a que les crezcan las patas. Creo que ese caminar no se le quitó completamente, y me hacía pensar que nunca se dio cuenta que había dejado de ser un cachorro.

A Dino le daban miedo los truenos, pero amaba correr en la lluvia, le gustaba revolcarse en el pasto, comer galletitas y jugar con la pelota de basket. Se convirtió en el perro más amable del mundo. Nunca lastimó a otro ser, nunca sintió deseos de morder a nadie. Cuando era primavera a las mariposas les gustaba hacerle compañía y en las tardes soleadas dormía con la cabeza ladeada sobre sus patas de enfrente. Se dejaba acariciar por horas, aunque tuviera muchas ganas de irse a jugar y me dejaba tocar su lengua que era suave y rosadita. Ladraba mucho durante las tormentas, pero también cuando escuchaba el coche con mi papá volviendo del trabajo.

Los perros son mis seres favoritos y todos los que se han cruzado en mi vida han tenido un espacio en mi corazón. Pero Dino era muy especial, porque era mío. Y lamento mucho no haber crecido juntos. Los últimos meses de su vida, la pandemia me permitió volver a casa. Jugar con él en el pasto tibio y correr juntos cuando hubo tormenta. El día que me fui lo besé en la nariz y lloré como si supiera que no iba a volverlo a ver. La madrugada del cinco de octubre Dino dejó este mundo, pero la parte que más me duele es que yo ya no estaba en casa. No pude sostener su patita, ni acariciarle su pelo dorado, no hubo más besos en la nariz y tampoco más ladridos con la lluvia.

Karla Adalhí.

Perro Espacial

In loving memory of Laika and all those canine friends gone outter space 🌌

Para Banjo.

Sucedió en enero de 1957, cuando caminando por las calles de Moscú encontré a la pequeña Laika escondida en una madriguera de nieve suave. Me dijo que había estado persiguiendo ratones, pero que el frío de la tarde la llevó a buscar refugio debajo de las escarchadas cúpulas puntiagudas de Iván el Terrible, porque en invierno se parecen más a un caramelo torcido y azucarado. Yo había ido a ese sitio no porque buscara algún tipo de iluminación bizantina si no, por el recuerdo de Minin y Pozharsky, así que me sorprendí cuando la Plaza Roja se encendió con el fulgor de un relámpago y recordé lo lejos que estaban los tumultos del siglo XVII y lo cerca que se encontraban las tormentas de nieve. Le rogué a Laika que me acompañara a casa con la promesa de ratones infinitos, pues no habitaba en ella ningún gato, ni perro, ni fantasma que pudiera expulsarlos definitivamente.

            Más tarde, ya en casa, se acomodó en el espacio de entre la alfombra y la chimenea como si siempre hubiera pertenecido a él. A veces, si algún Mi-6 volaba demasiado cerca, Laika le aullaba como si quisiera ahuyentar un animal desconocido y salvaje, lo que siempre servía para recordarme que seguíamos en una guerra absurda y fría. A pesar de todo, esos fueron los meses más cálidos que tuve en mucho tiempo, pues su compañía había alejado no sólo los ratones del estudio, si no la soledad que a veces acompañaba las tardes. Por otro lado, es necesario mencionar que Laika era un can de suprema inteligencia, descifró rápido la ecuación que había dejado en el pizarrón del estudio y fue por eso que empecé a llevarla a la estación espacial.

            Nunca supe con exactitud la edad que tenía, aunque su pelo brillante y dentadura perfecta me daban la impresión de que no rebasaba los dos años. Tras el éxito del Sputnik 1, el líder soviético Nikita Jrushchov sugirió una órbita canina y al conocer a Laika entre todos los ingenieros, decidió que se le entrenara para la misión. Oleg (quien ya casi dominaba el lenguaje canino) y yo, no estábamos seguros de la idea, pero cuando le preguntamos a Laika si le apetecía ir al espacio, ella contestó alegre y la decisión fue tomada. La entrenamos junto con Albina y Mushka, pero sabíamos que sería ella quien finalmente viajaría al espacio.

            Para el día del lanzamiento, la prensa ya se le refería con el apodo cariñoso de Mutnik mientras la describía como «la más valiente y amable de los perros». Los demás ingenieros y yo la enfundamos en su traje de astronauta, la besamos en la nariz y le deseamos un buen viaje. Así, Laika fue lanzada al espacio con instrucciones de colocar una pequeña bandera rusa en el Sputnik. Sin embargo, en algún momento del viaje, algo salió mal y perdimos comunicación con la cápsula en la que viajaba. Vladimir y los otros científicos me dijeron que en realidad nunca esperaron que Laika hiciera un viaje de regreso. Por lo que, al llegar a casa, decidí no volver a la estación espacial y dedicarme de lleno al oficio de relojero que había aprendido de mi padre. Sin embargo, esa misma noche fui contactado por un grupo de ecoterroristas que se enteraron del poco interés que tenía la Unión Soviética por regresar a mi perra del espacio. Entonces juntos ideamos un plan de rescate muy complicado, cuya principal estratagema consistía en contactar a Harry, un joven y heroico samoyedo famoso por rescatar pequeños niños y naciones de las fauces de peligros inconmensurables.

            Así en silencio, el plan de rescate se llevó a cabo. Harry logró completar el entrenamiento espacial en una semana y con el aniversario de mis treinta años fue lanzado con suficientes provisiones y previsiones para el viaje de regreso. Antes de despegar se despidió de todos nosotros con la pata y se aseguró de que colocáramos correctamente la cámara de su casco. Harry documentó con ella su llegada al satélite, pero Laika no se encontraba ahí. Sin embargo (y esto no lo supe hasta muchos años después) el samoyedo escuchó sendos aullidos que resonaban por todo el sistema solar, así que fue en busca de Laika corriendo y flotando como más pudieron sus patas enfundadas en botitas espaciales. Finalmente la encontró acurrucada en uno de los cráteres de la luna, comiendo el queso que había estado añejándose ahí por milenios. Al verse, Laika y Harry supieron que no volverían a la tierra, pero cuando empezaron a olerse las colas descubrieron que podían prescindir de ella y empezar a dedicarse a una vida de cosmonautas. Claro, que de esto yo no tuve registro, puesto que desde el momento en que Harry decidió seguir el aullido espacial, perdimos todo contacto con la pequeña cámara del casco.

            No fue, si no, hasta que las guerras pasaron y la amenaza nuclear se volvió un rumor incómodo (¿lo hizo?) cuando empolvado en algún cajón de la CIA encontraron un paquete dorado con mi nombre y cuyo remitente era nada menos que Neil Armstrong. Llegó a mí con muchas disculpas a inicios del 2020; en él, se encontraba el verdadero video de la llegada del Apolo 11 y develaba la razón por la cual fue apresuradamente editado por Kubrick: una pareja de perros espaciales que habían comenzado a poblar la luna por una camadita de cachorros que ya no necesitaban más su casco. Adjunto a este, una carta firmada por las patas de Laika y Harry, platicándome su historia y deseándome una feliz vida terrestre, con la invitación de visitarlos cuando llegara el momento.  

Karla. Agosto, 2020

Harvest

Para mí el otoño huele a cacao tostado, mandarina y cempasúchil. En México, hay algunas ciudades, como en la que vivo ahora, donde las estaciones son incuestionables. Sin embargo, mi infancia se desarrolló en un clima tropical, así que las palmeras, los árboles de mango, las cálidas tormentas eléctricas que se convertían en aguaceros de días y un río donde alguna vez vimos uno que otro cocodrilo fueron el telón que ambientó los otoños que viví desde que nací hasta los diecisiete años. Al llegar a la universidad conocí el frío del norte, me acostumbré a usar grandes suéteres tejidos y empecé a pedir pumpkin spice latte en los Starbucks mientras me sentaba a leer Aullido en uno de sus sillones mullidos.

                La verdad es que después, aprendí a hacer mi propio latte de calabaza y gastar ochenta pesos en una café génerico perdió todo su encanto. Sin embargo, crecer significa un poco eso (y más que eso) así que empecé a mirar alrededor y vi recursos fantásticos. Más tarde aprendí a tostar el cacao que traje desde la ciudad tropical en que nací, para hervirlo con canela y hacerme un atole. Ese fue un momento mágico que, en cierto modo, me ayudó a reconectar con un algo ancestral que aún no determino adecuadamente.

                Sigo pensando que la pertenencia es un asunto complicado, porque siento que establecer un sitio como el único lugar al cual «pertenecer» limita. Así que me gusta la idea de no pertenecer a ningún lugar, porque de algún modo, cualquier sitio puede ser mi sitio. Y es que, debido a varias razones crecí sintiéndome ajena de la ciudad en que nací porque en realidad mis padres, también eran viajeros que se habían quedado en tierra ajena. Así, cuando volvíamos a su ciudad natal, tampoco podía sentir ninguna identificación. Por esa razón, supongo, mi adolescencia pasó sin que yo sintiera conexión por ningún lugar más que con mi casa, por lo que el hogar se volvió mi patria y el asunto de la identidad se volvió díficil.

                Ahora que soy un adulto que anda buscando su lugar en el mundo descubrí que esas experiencias, formaron mi personalidad. Pero me ha costado más entender que la pertenencia corresponde a uno mismo (ningún sitio, ni persona) y que eso no me convierte en un outsider errante, porque al final, estar solo no significa ser un solitario ni disfrutar de lo que ofrece el mundo conlleva limitar mis posibilidades.

                Finalmente el otoño, que siempre fue mi temporada favorita, se volvió una oportunidad para reflexionar sobre la independencia y una excusa para disfrutar de los beneficios del viento frío, la lluvia, la naturaleza y las festividades. Por otro lado, la conexión que más tarde sentí por la ocasión de la época más oscura del año es tema aparte. Mientras tanto, ahora que empiezan a caer las hojas y afuera se siente llegar el olor de noviembre, recuerdo que el mundo parece sonar como a la música que emanan los discos en los gramófonos. Me gusta que suene antigua, como atrapada en un tiempo lejano, por eso, voy a dejar unos discos aquí, para recordármelos y escribir sobre eso en otra ocasión.

Karla Adalhí

Mandrágora

Mi papá le dice muñequitos a las raíces de jengibre. Yo también les veo forma de monstruos pequeños aunque la verdad, es que nunca sabremos si es por las películas de Guillermo del Toro, o está en nuestro código genético antropomorfizar a las verduras. También le gusta encontrarle a las nubes formas de cosas que nadie espera. Hace tiempo descubrimos que un escritor de los rioplatenses le había puesto a esa afición un nombre específico, pero todos mis años en la Facultad de Letras no me han ayudado para encontrar al autor ni la palabra que buscamos. Antes de que iniciara la pandemia fuimos al jardín botánico y abrazamos un árbol grande y fuerte, mi papá tiene esa costumbre. Ayer me enteré de un estudio que afirma que las raíces de las plantas son una especie de sistema nervioso y me llegó una revelación interesante: las plantas sienten.

Hace años, cuando me enteré que los cerdos tienen la inteligencia de un pequeño de tres años dejé su carne para siempre y luego, cuando empecé a ponerle atención a las vacas y descubrí que eran señoras amables las eliminé de mi lista. Así fue pasando con todos los animales hasta llegar a las ostras y los pulpos. La verdad es que a veces como peces o aves porque necesito el zinc y el selenio, aunque sigo sintiendo culpa. Conforme fue pasando el tiempo y la tan temida «adultez» llegó, descubrí que la conciencia por el otro trae consigo una aspiración de coherencia muy difícil de conseguir y me sentí triste. Porque, a pesar de que siempre lo he considerado, la posibilidad de que las plantas puedan sufrir al ser comidas, me produce mareo.

Uno de los primeros libros que recuerdo haber ojeado de niña fue un herbario del Reader’s Digest con ilustraciones muy brillantes sobre las plantas y sus usos. Repasaba desde la magia y la medicina hasta la creación de velitas aromáticas. En sus primeras páginas estaba la imagen de una planta con sonrisa y raíces enigmáticas, tres hojas grandes con forma de acelga y un perrito amarrado a su tallo. Cuando supe leer descubrí que en la edad media le llamaban Mandrágora y que su cultivo se asociaba con la brujería y los sauces. Las brujas y los árboles siempre me han gustado, mientras que la luna y las plantas llamaron a ese algo femenino y oscuro que todas tenemos guardado en el ácido desoxirribonucleico. Así fue entonces, como la idea de un monstruo planta o de una planta humana me atrajo desmedidamente y todas las tardes lluviosas del otoño salía al jardín entre el almendro y el columpio para ver si encontraba alguna y así poder acariciarla, meterla a la casa o prepararle un té.
Más tarde cortaron el almendro y luego, me fui de la casa paterna.

Ya en la universidad, en esas excursiones al bosque con los amigos, me gustaba perderme un rato para explorar los terrenos húmedos por si algún día encontraba una mandrágora y con ella, la posibilidad de conocer a una amiga de la infancia.

Ayer encargamos raíz de jengibre para hervirla con canela y tomarla para cuidar el sistema inmunológico. En secreto, mientras la estaba lavando, le di las gracias, por si acaso.

Karla Adalhí

Incendiario

Sobre una sociedad que quema selvas y mujeres

Por Karla Adalhí

Si coincidimos con la idea de simultaneidad del tiempo que trajo consigo el entendimiento de la teoría de la relatividad, podemos afirmar que, en este mismo momento, hay mujeres cuya piel, ojos y labios se derriten a causa del calor de las llamas de aquellos que encendieron hogueras en su contra por haberlas encontrado brujas y herejes. Y aunque siempre me ha gustado imaginarlas libres, con el cabello ondeando como símbolo de rebelión y éxtasis, no es suficiente para olvidar la persecución que miles de mujeres padecieron (y padecen) a causa de haber pensado diferente. Qué injusta ha sido la sociedad al haber desvirtuado la capacidad de opinar y discrepar respecto a lo establecido. Al ir marcando y satanizando la manera de comportarnos y expresarnos. Reprimiendo la forma en que entendemos el mundo que nos rodea.

El planeta ha recorrido el universo llevándonos indolentes a través de un viaje del que, a excepción de unos cuantos chispazos de entendimiento, pocos han sido conscientes. Hace poco platicaba respecto a los años que lleva la humanidad existiendo en el planeta, a manera de un friendly reminder de humildad y compromiso, pues en este cortísimo tiempo compartido con los demás habitantes, destruimos y modificamos nuestro entorno con una rapidez impresionante, pero continuamos indefensos ante la fuerza de la naturaleza.

El ser humano (nos incluiré a todos y después iré delimitando) perdió muy pronto su capacidad de empatía. Preocupados todos, por nuestros propios intereses olvidamos que no estamos solos en la Tierra y al tratar de obtener poder (con la absurda idea de que el poder es generador de respeto) perdimos el respeto hacia todos y hacia todo. Aprendimos que la naturaleza puede ser destructiva y esa destrucción, nos hizo sentirla poderosa. Buscamos imitarla destruyendo y terminamos usando la humillación para ese fin. La naturaleza es poderosa por una relación intrínseca, no busca supremacía. Pero el poder es destructivo cuando se entiende como el deseo de estar por encima de otros seres (entendiendo como seres a todo lo que tiene vida).

Hemos conformado un mundo que se comunica por medio de símbolos y en él, entendimos a la naturaleza como una deidad femenina. El hombre ha establecido su supremacía mostrándose por encima de Ella. En el pasado, a las mujeres que buscaron su poder, se les llamó brujas y murieron quemadas por ir en contra de lo que la sociedad había entendido como «correcto». Al final, se nos sigue asociando con la naturaleza y a la naturaleza le seguimos llamando Madre.

Nos encontramos ante hombres que asesinan mujeres, pero lo peor es que es mucho más que eso. Se trata de seres humanos dañando y humillando a otros seres para sentirse superiores, para imponerse de un modo destructivo y carente de ética que de la misma manera que nos afecta a nosotras, afecta a las plantas, los océanos, los animales y todos aquellos que piensan distinto a ellos.

La pregunta es ¿Cuándo inició esta concepción de poder? ¿Fue en el momento en que el humano se dio cuenta de que podía manipular al otro? ¿o en el momento que se supo mortal? hace poco, desempolvé mi libro del Laberinto de la soledad para prestárselo a David y encontré una de sus páginas marcadas con un boleto de camión de cuando recién entré a la Facultad. El párrafo destacado por mí yo de 17 años dejó un mensaje para mí yo adulto que sin querer, contestaba a algunos de los acontecimientos que hemos estado viviendo desde el viernes pasado en que la marcha feminista en CDMX dejó ofendido a un México indiferente ante la violencia feminicida pero alterado por grafitis y brillantina en la Victoria Alada (Ángel de la independencia) o una sociedad apenas preocupada por el incendio ignorado por Bolsonaro, que consume al Amazonas desde hace semanas para satisfacer los intereses políticos del capitalismo.

Octavio Paz escribe en su párrafo que las representaciones populares que se hace el mexicano de la «virilidad» toman su referencia de la representación de un dios-padre tirano, colérico y devorador de vida, donde su «superioridad» se utiliza para humillar. Estableciendo al «macho» y colocándole como el «gran chingón» (porque chinga) por poder y usa la agresividad, impasibilidad, invulnerabilidad y el uso descarnado de la violencia para demostrar su «fuerza».

Leer la idea del «macho» como figura de poder destructiva me recuerda que tipo de humanidad es tóxica para el mismo planeta. Estamos hablando de que el mismo tipo de humanos que violan, asesinan y humillan a otros humanos para demostrar supremacía es la misma peste que destruye una selva para producir dinero y que en ambos casos es el único medio que entienden para obtener «poder».

Tiranos que deciden pasar por encima de otros y que elevan sus intereses por encima del respeto hacia los demás humanos y especies, son parias cuyo comportamiento necesitamos erradicar si queremos vivir en un mundo libre.

El párrafo, tomado de El laberinto de la soledad, Octavio Paz. 1950.

«En todas las civilizaciones la imagen del Dios padre -apenas destrona a las
divinidades femeninas- se presenta como una figura ambivalente, por una parte ya sea Jehová, Dios creador, Zeus, Rey de la creación, Regulador cósmico, el Padre encarna el poder genérico, el origen de la vida; por la otra, es el principio anterior, el Uno de donde todo nace y adonde todo desemboca. Pero además es el dueño del rayo y del látigo, el tirano y el ogro devorador de la vida. Este aspecto -Jehová colérico, Dios de ira, Saturno, Zeus violador de mujeres- es el que aparece casi exclusivamente en las representaciones populares, que se hace el mexicano del poder viril. El «macho»; representa el polo masculino de la vida. La frase «yo soy tu padre»; no tiene ningún sabor paternal, ni se dice para proteger, resguardar o conducir, si no para imponer su superioridad, esto es, para humillar. Su significado real no es distinto al del verbo chingar y algunos de sus derivados. El «Macho»; es el gran Chingón. Una palabra resume la agresividad, impasibilidad, invulnerabilidad, uso descarnado de la violencia y demás atributos del «macho»: poder. La fuerza, pero desligada de toda noción de orden: el poder arbitrario, la voluntad sin freno y sin cauce.»

La foto tomada de https://www.instagram.com/surtidx.chidx/

surtidx.chidx
instagram: @surtidx.chidx

La noche de la ciudad

Unos meses atrás desperté en CDMX. El viaje fue rápido y oscuro por lo que recuerdo manchas luminosas y la estación jazz de la radio. Pasamos casi todo el primer día en el Soumaya, viendo las esculturas de Rodin y las pinturas de El Greco que emocionaron a David casi hasta llegar a las lágrimas. Había algo en los ojos de las Magdalenas, un dolor secreto que sólo él comprendía y que me transmitieron de igual forma una tristeza inexplicable y ajena. La atribuí al teatro (mi novio es actor) y guardé el sentimiento para capturarlo después. Alquilamos una habitación en el corazón del centro histórico y la segunda noche salimos con la idea de encontrar algún bar interesante.

No lo hicimos.

Pasamos parte de la madrugada en las calles, observando a las personas que sin querer, nos mostraban un cachito de su alma, perdida y recuperada muchas veces en esas calles de colores interminables, de sonidos y polvo.

A las doce de la noche la Ciudad se transforma. Afuera de Bellas Artes los indigentes crean una hermosa habitación de neón con las luces moradas de la calle y bajo el resguardo del Palacio, acostados todos en una hilera, se duermen soñando el sueño de los artistas. Mientras los faros de los coches, van y vienen parpadeando como luciérnagas moribundas y nosotros observabámos ocultarse la luna por detrás de la torre latino.

La ciudad es un monstruo gigantesco de millones de caras. Cuadradas, angulosas y bien delimitadas que te miran mientras esperas estático dentro de los vagones del metro que ruge y avanza por sus venas de metal y tierra.IMG_4886 (1)

Karla Adalhí.

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